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Poncio Pilato, política y religión

por Daniel Cuadrado
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La pasión y muerte de Jesús de Nazaret —conmemorada estos días durante la Semana Santa—, es uno de los pilares fundamentales del cristianismo desde sus inicios. El propio Jesús; su madre María; Judas o el resto de apóstoles, han sido representados cientos de veces desde diferentes perspectivas. Pero… ¿Y Poncio Pilato? ¿Quién fue realmente el prefecto de Judea? A diferencia de los demás, del prefecto tenemos evidencias históricas que nos dan testimonio de sus actos, gobierno y de las fuerzas políticas que existían en la Judea del siglo I d. C y que desencadenaron la muerte de Jesús, como una consecuencia más de dicha política.

Carecemos de datos sobre su vida antes de ocupar el cargo de prefecto de Judea, aunque es probable que hubiese desempeñado antes otros rangos de índole militar hasta llegar a hacerse cargo de la provincia. La familia del político —la gens Poncia— no era especialmente poderosa o influyente y ni siquiera sabemos dónde nació nuestro prefecto. Incluso existe una teoría, más bien leyenda, que sitúa el lugar de nacimiento de Poncio Pilato en Tarraco (actual Tarragona).

Poncio Pilatos

La prueba más fehaciente de que, efectivamente, Poncio ejerció el mando de Judea en la época de Jesús fue encontrada en 1961 en Cesárea, la capital romana de la provincia. Dicha prueba es una inscripción tallada en piedra en la que se puede leer el nombre y el cargo del prefecto y que, según parece, se hallaba en el templo de Tiberio, dedicado al culto imperial. Contamos también con los testimonios escritos de algunos autores de la época, entre los que destacan el escritor Filón de Alejandría; que fue coetáneo de Poncio Pilato, y el historiador romano Flavio Josefo; nacido poco después de los hechos en cuestión. Ambos autores nos cuentan diferentes episodios del paso del prefecto por Judea, pero coinciden en lo mismo: su gobierno estuvo basado en la corrupción, disturbios, violencia…que sumieron a la región en un clima de inseguridad generalizado, en un tiempo en el que, en la propia Roma, en el seno de la corte imperial, ya existían suficientes conjuras e intrigas.

La relación de Poncio Pilato con los judíos de su provincia fue tensa en todo momento, causando grandes desórdenes y desavenencias. A las pocas semanas de ocupar el cargo, sus tropas colocaron sus insignias militares en la fortaleza Antonia de Jerusalén, algo que fue intolerable para los judíos de la ciudad, que consideraban que aquello iba totalmente en contra de la adoración a los ídolos. Las amenazas de Poncio de ejecutarlos a todos por sus protestas se vieron truncadas cuando los judíos no mostraron ningún tiempo de miedo ante tal cosa, ofreciendo incluso sus cuellos para la ejecución. Al prefecto no le quedó más remedio que ordenar la retirada los estandartes del ejército de Jerusalén.

Al poco tiempo, Pilato construyó un enorme acueducto, de decenas de kilómetros, para llevar agua a Jerusalén —algo positivo, a priori—, el problema vino cuando le pidió al Sanedrín —el consejo de sabios rabinos del judaísmo— que fueran ellos los que financiasen la colosal obra con los tesoros del templo de Jerusalén, algo del todo intolerable. Poncio Pilato reaccionó entonces con una nueva amenaza: o pagaban o subiría los impuestos. Los rabinos aceptaron siempre y cuando el acuerdo se mantuviese en secreto, pero, como suele ocurrir, este no tardó en descubrirse y la gente se echó a las calles para protestar por el sacrilegio. El prefecto introdujo soldados de paisano entre la multitud y, a una orden suya, estos desenfundaron las armas ocultas y dispersaron a la muchedumbre dejando un reguero de muertos y cientos de heridos.

El asunto de la condena a muerte de Jesús de Nazaret vino después, y en él hay varios actores implicados. El propio Pilato no es más que una pequeña parte de ese juego político. El prefecto le debía el cargo nada menos que a Lucio Elio Sejano, el jefe de la Guardia Pretoriana del emperador Tiberio. Resultó que Sejano acabó conspirando para asesinar al emperador y fue descubierto y ejecutado, lo que puso a todos los que habían estado cerca de él en el punto de mira imperial. Eso incluía a Pilato. En aquel tiempo, el Sanedrín, con el sacerdote Caifás como uno de sus representantes, ya había apresado a Jesús, un profeta que iba en contra de sus intereses. A pesar de que Poncio Pilato, en su calidad de prefecto, no tenía un especial poder sobre asuntos religiosos, los sacerdotes lo llevaron a su presencia para que dictase la sentencia de muerte, cosa que sí podía hacer como representante del poder civil, por eso alegaron que Jesús se presentaba como rey de los judíos, título que le convertía automáticamente en enemigo del Estado romano y por consiguiente, del emperador. Para mostrar su lealtad a Tiberio, a Poncio no le quedó más remedio que ceder a las pretensiones del Sanedrín y condenar a Jesús, dándole —a pesar de todo— la oportunidad de quedar libre al no hallarle culpable de nada, dejando que el propio pueblo escogiese su libertad. Los sacerdotes judíos maniobraron hábilmente y acabaron por salirse con la suya. De modo que la muerte de Jesús en la cruz —castigo aplicado por los romanos con relativa asiduidad— no se debió a sus propios actos, sino que fue en gran medida una trampa tendida por el Sanedrín, que supo aprovechar los tiempos convulsos que vivía el poder romano.

Algún tiempo después, Poncio Pilato acabó destituido por su superior y futuro emperador, Vitelio, a causa de una brutal matanza que ordenó el prefecto contra los samaritanos, creyendo que ocultaban un tesoro magnífico que —según la leyenda— pertenecía a Moisés. Vitelio le envió a Roma para dar cuenta de sus actos ante el mismo emperador Tiberio.

Sin embargo, Poncio nunca llegó a comparecer, puesto que Tiberio murió mientras él aún estaba de camino. Tras esto, la historia pierde el rastro del político romano, el cual falleció en el transcurso de los tres o cuatro años siguientes, convertido, eso sí, en un símbolo y pilar fundamental de la nueva religión que comenzaba a extenderse lentamente por el Imperio romano: el cristianismo.

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